El superlaberinto

El superlaberinto

Sobre el cuento

Autor: Darío Nudler
Ilustradora: Sofía Nudler
Narradora: Sol Canesa
Música: Paolo Menghini
Diseño: Ana Remersaro

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1. Malos recuerdos

Para Ana, ir al supermercado no podía ser otra cosa que una pésima idea. Cada vez que sus papás le pedían que los acompañara, ella inventaba excusas para quedarse en casa.

Unas veces, decía que tenía mucha tarea del colegio. Otras, que debía ordenar su cuarto eternamente desordenado. Y, cuando veía que esas excusas no iban a funcionar, llegaba al colmo de simular un terrible malestar.

- Brrr… Creo que estoy engripada -decía desde la cama. Se tapaba hasta el cuello con la frazada y hacía castañear sus dientes como si tuviera frío-. Brrrrrr…

No crean que lo de Ana era desgano. Para nada. Eran, lisa y llanamente, los malos recuerdos que tenía de sus visitas de chiquita al supermercado.

Ana no podía olvidar la bronca que sentía cuando sus papás, en lugar de dejarla corretear por los pasillos, la sentaban en la sillita para bebés del changuito, mientras que a su hermano mayor, Federico, le permitían caminar feliz entre las góndolas.

- ¡Ya no soy un bebé, soy mayor! -protestaba.

- Cuando aprendas a portarte bien, vas a bajar. Ahora te quedás ahí, quietita -le respondían.

Desde la sillita, Ana se quejaba y sus papás le recordaban el día en que, paseando en familia por una calle muy concurrida, se soltó de la mano de la tía Alicia y salió corriendo hasta desaparecer. La encontraron una cuadra más adelante persiguiendo palomas en una plaza.

- ¡Qué desesperación! ¡Cómo nos asustamos! -exclamaban siempre que relataban la historia.

También solían acordarse de cuando, en una mueblería, Ana se bajó con sigilo del cochecito, se trepó a una mesa muy fina de madera de nogal y comenzó a saltar al grito de “soy más alta que mamá”.

- ¡Qué vergüenza! ¡Cómo se enojó el dueño!

- ¡Bueno, che! -contestaba ella-. ¿Cómo iba yo a saber que había un cartel que decía “prohibido tocar y requeteprohibido subirse a la mesa”?

- ¿Y aquella vez que te perdiste en la playa? ¡Dijiste que ibas a juntar caracoles y terminaste persiguiendo al pochoclero! ¿O cuando, en el cumpleaños de tu primo, te escondiste con la torta dentro del pelotero? ¡Te comiste la mitad!

Ana no sabía qué decir. A esa altura, se quedaba sin argumentos. Ponía cara de ángel y les prometía a sus papás no hacer macanas ni perderse de nuevo, pero no lograba convencerlos.

Para colmo, la sillita del changuito donde la sentaban era incómoda: el cinturón le quedaba ajustado y apenas se podía mover. Lloraba, pataleaba y agitaba las manos hacia adelante como queriendo escapar, pero solo conseguía arañar el aire.

En el supermercado, Ana veía cómo Federico tomaba todos los productos que le indicaban sus papás y los ponía con cuidado en el changuito. Una botella de agua, dos yogures de frutilla, un pote de crema, tres paquetes de fideos y más.

Mamá y papá felicitaban a Fede por ser tan obediente y lo premiaban con pequeños regalos: postres de vainilla con dulce de leche, galletitas de membrillo y jugos de fruta para la escuela. Él aprovechaba cuando no lo miraban y le guiñaba el ojo a Ana. A la nena la furia le brotaba por las orejas.

- ¡¡¡Aaagggrrr!!!

- ¡¿Qué es ese berrinche, Ana?!

- Es que Fede, es que Fede… ¡Buaaaa!

2. Las excusas no funcionan

Aunque había pasado mucho tiempo de aquello, Ana no lo podía olvidar. Le bastaba con escuchar la palabra “supermercado” para que se le erizara la piel y un sudor frío le corriera por la espalda.

Así fue como empezó a inventar excusas para no ir, pero llegó el día en que ninguna funcionó, ni siquiera la estrategia de simular un terrible malestar.

Ana estaba con su abuela Tati, que era muy cariñosa con ella y, a la vez, muy estricta. La abuela no aceptaba dejarla sola en casa ni un minuto. Sus papás aún no habían vuelto del trabajo y Fede estaba en el club. Nadie más podía cuidarla.

- ¡Pero abuela, yo me puedo cuidar sola! Siempre lo hago. Termino la tarea, miro la tele, ordeno mi cuarto… Además, estoy sintiendo escalofríos. ¿No tendré fiebre? Brrr… Mejor me quedo, abu.

- Imposible, Anita. Me vas a tener que acompañar -le respondió con firmeza la abuela.

Refunfuñando, Ana se subió al auto de su abuela. Se distrajo con un jueguito y, en un abrir y cerrar de ojos, se encontró con el supermercado. Lo recordaba grande, aunque no tanto.

- ¡Más que un súper, este es un hipermercado, abuela!

Estacionaron el auto, bajaron y a Ana le llamaron la atención las banderas de distintos países que flameaban en la entrada.

- ¿Acá podemos comprar cosas de otras partes del mundo, abu?

- Sí, podemos comprar fideos de arroz de China, chocolates de Suiza, turrones de España, agua de coco de Brasil y más, mucho más.

- ¡Guau! ¿Y libros como los que me gustan a mí?

- Esos solo en ferias, Anita, pero seguramente algo que te interese vamos a encontrar, aunque todo sea un poco más caro en el súper.

De pronto, a Ana le pareció que la visita podía resultar más divertida de lo que había imaginado.

Ya en la puerta de entrada, preguntó:

- Abu, ¿me dejás llevar el changuito?

La abuela dudó por un instante y finalmente asintió.

Ana aplaudió y saltó de la emoción. Probó varios changuitos de la fila y eligió el que andaba mejor. Avanzó, retrocedió, giró a la izquierda y a la derecha. “Este es fantástico”, se dijo, y tomó la delantera a toda velocidad.

- ¡Más despacio, por favor! -le suplicó la abuela, que observaba con terror cómo el changuito rozaba las botellas de vino de las góndolas y amenazaba con derribar entera una pirámide hecha con latas de atún más alta que su nieta.

Como era de esperar, a los pocos segundos Ana se perdió entre los pasillos.

- ¿Ana, Anita, dónde estás? ¡Vení conmigo que quiero hacer rápido las compras!

La abuela Tati comenzaba a ponerse nerviosa.

- Tranquiiiila. Ahí vooooy -respondió ella desde un lugar donde Tati no podía verla.

3. El pasillo mágico

Con el changuito en sus manos, Ana se impuso una misión: debía llevar a casa todo lo que sus papás necesitaran. Ella sabía bien qué cosas solían comprar porque siempre los ayudaba a guardar los alimentos frescos en la heladera y otros productos en la alacena.

Ana se sentía libre como pocas veces en la vida. Manejaba su propio changuito y decidía qué tomar de las góndolas: el café preferido de su mamá, el queso cheddar en fetas que tanto le gustaba a su papá, el jugo que se propuso compartir con Fede… “No, mejor que sean dos jugos”, pensó, y llevó uno de naranja y otro de manzana.

La abuela la seguía llamando, pero su voz se perdía a lo lejos.

Ana continuó cargando el changuito de productos hasta que entró en la zona de la juguetería y… ¡Zas! ¡Chau misión! Quedó fascinada con tantos juegos de mesa, muñecos y disfraces que había a la vista. También había pelotas de todos los deportes, tamaños y colores.

El pasillo era interminable y del techo colgaban lámparas brillantes con luces giratorias que se reflejaban en el suelo y lo teñían de fucsia, amarillo, verde y violeta. ¡Era un espectáculo magnífico! ¡No podía ser cierto! ¿Estaba Ana en el mundo real o había pasado a otra dimensión?

La nena avanzaba hechizada por las infinitas maravillas cuando, en el otro extremo del corredor, apareció un changuito que, a simple vista, se manejaba solo.

Iba rápido, muy rápido. Ella alcanzó a esquivarlo y el changuito la rozó. Detrás, como escondido, iba un nene. No quedaba claro si él conducía el changuito o el changuito lo llevaba a él.

El nene vio a Ana, se asustó y frenó.

- ¡Ey! ¡Fijate por dónde andás! ¡Casi me chocás! -le recriminó ella.

- Disculpe, señora -respondió el nene, que estaba vestido como un jugador de básquet, con zapatillas altas y una musculosa larga hasta las rodillas.

- ¿Cómo “señora”? ¿Qué te pasa? ¿Acaso tengo cara de grande?

- No, señora. Lo que pasa es que mi mamá, que trabaja en este supermercado, me pidió que a todas las personas que me hablen les diga “señor” o “señora”. Antes les decía “viejo” o “vieja”, pero un día un señor me retó.

- Entiendo… Igual dejá de llamarme así antes de que te rete yo también.

- ¿Y cómo la llamo, señora?

- Podés llamarme Ana. ¿Tu nombre cuál es?

- No se lo puedo decir, señora Ana.

- ¡Te pedí que no me llames señora! -exclamó Ana indignada. Acto seguido, con voz más suave, le preguntó: ¿Por qué no me podés decir tu nombre?

- Porque mi mamá me pidió que no se lo diga a extraños -respondió él con mucha educación.

- Pero ya no somos extraños. Ahora somos amigos -retrucó ella.

Al nene se le iluminó la cara.

- ¡Me llamo Mercus! -dijo emocionado, mientras extendía su mano derecha para estrecharla con la de su nueva amiga Ana.

- ¿Mercus es tu nombre? Qué raro... Nunca lo había escuchado.

El nene se sonrojó.

- En realidad, es Marcos, pero con mi mamá inventamos un idioma donde todas las vocales se reemplazan por la siguiente. La a por la e, la e por la i, la i por la o, la o por la u y la u por la a. En mi idioma, usted vendría a llamarse Ene.

- A mí llamame Ana. Ese es mi nombre. Y tampoco me trates de usted. Yo a vos te voy a llamar Mercus, ¿está bien?

- Isté boin -dijo él en su idioma. Estaba feliz.

4. Misterio en el changuito

En medio de la charla, Ana observó el changuito de Mercus. Notó que llevaba una toalla hecha un bollo y, para su sorpresa, el bollo se movía.

Se acercó, aguzó la vista, afinó el oído y escuchó el sonido de un pequeño motor que rugía.

- ¿Qué llevás ahí, Mercus? -le preguntó con aires de detective.

- ¿Adónde? ¿Yo? Nada…

Mercus, de pronto, comenzó a temblar.

- En el changuito, Mercus. ¿Qué llevás?

- ¿En el changuito? ¿Qué changuito?

- Dale, Mercus. Decime ya mismo qué hay debajo de esa toalla.

Mercus miró de reojo el bollo y vio que, efectivamente, se movía. Le puso una mano encima con cierto disimulo para mantenerlo quieto, pero debía hacer mucha fuerza y, después de unos segundos, se rindió. La miró a Ana y le rogó:

- Porfa, decime que no le vas a contar a mi mamá.

- ¿Cómo le voy a contar a tu mamá si ni siquiera la conozco?

- No la conocés todavía, pero quizá nos la crucemos en un rato. ¿No te dije que trabaja acá?

- Cierto. Quedate tranquilo. No le voy a contar.

- No te creo. Juralo.

- Lo juro -dijo Ana, algo impaciente.

- Juralo en idioma Mercus.

- Te lo juro en idioma Mercus.

- ¡Así no! ¿No entendés? Decí “te lo juro” traducido a mi idioma.

A Ana le daba bronca que su amigo desconfiara de ella. Empezaba a enojarse. Quería sacar la toalla y descubrir qué había adentro, pero prefirió averiguarlo por las buenas. Pensó un momento y le dijo:

- Yu ti lu jaru, Mercus.

El nene respiró hondo, tomó la toalla con cuidado y, al mismo tiempo que le enseñó a Ana lo que había en su interior, confesó de corrido:

- Es un autito de carrera que lleva pilas y anda rápido y no aguantaba más encerrado y decía que nadie lo iba a comprar porque era muy caro y entonces lo agarré y lo saqué de la caja para llevarlo escondido afuera, a algún lugar adonde pueda correr, y ahora tengo miedo de que me atrapen.

- ¿Lo sacaste de la caja sin el permiso de tu mamá? -le preguntó Ana, tapándose la boca con la mano derecha en señal de asombro.

- Sí -respondió él.

Mercus dejó la toalla con el autito en el suelo y se tapó los ojos. Sabía que Ana lo iba a retar como solía hacerlo su hermana mayor y tenía ganas de llorar.

- ¿¡Vos estás loco!? -gritó ella.

Ana quería retarlo de todas las maneras posibles, pero no tuvo tiempo de hacerlo: ni bien tocó el suelo, el autito salió disparado hacia el extremo del pasillo por donde había aparecido Mercus minutos antes.

5. La persecución

- ¿Y ahora qué hacemos? -preguntó desesperado Mercus.

- ¡Subite al changuito! -respondió ella, rápida de reflejos.

Mercus se trepó con la habilidad de un koala y le ordenó:

- ¡Chofer! ¡Siga a ese auto amarillo!

Lo persiguieron a toda velocidad. El changuito iba tan ligero que las ruedas sacaban chispas. En la primera esquina doblaron a la derecha. En la segunda y la tercera, a la izquierda.

El autito aceleró aún más y Ana le perdió el rastro.

- ¿Adónde se fue, Mercus? -preguntó Ana-. ¿Dobló a la derecha o a la izquierda?

- ¡No sé! ¡No me acuerdo cuál es la derecha y cuál es la izquierda!

- ¡Indicame con la mano, Mercus!

- Creo que para allá -dijo él, señalando hacia la izquierda.

Doblaron, avanzaron un poco y se dieron cuenta de que habían vuelto al punto de partida, donde estaban las luces giratorias y las pelotas de todos los deportes, tamaños y colores.

- ¡No puede ser! ¡Estamos perdidos! -se lamentó Mercus-. ¡Esto no es un supermercado! ¡Es un superlaberinto!

- No nos pongamos nerviosos -dijo Ana mordiéndose las uñas de todos los dedos al mismo tiempo. Temía lo peor: el autito podía salir del supermercado y chocar en el estacionamiento con un auto de verdad.

- ¡Todo mal! ¡Estamos perdidos! ¡Es un superlaberinto y al autito no lo vamos a encontrar jamás! -insistió Mercus.

Más nervioso se ponía él, más esfuerzo hacía ella por tranquilizarse y tranquilizarlo. Un poquito, al menos.

- ¡Pará, Mercus! ¿No ves que no puede ser un laberinto? Nunca vi uno donde se entre y se salga por el mismo lugar como en este supermercado.

Mercus la miró pensativo. Se llevó una mano al mentón y se preguntó: “¿Será así? ¿En todos los laberintos la entrada y la salida son distintas?”

Cuando parecía que iba a decir algo sensato, comenzó a agitar la cabeza de un lado a otro y gritó:

- ¡Es un superlaberinto distinto a los demás! ¡Es el único con la entrada y la salida en el mismo lugar! ¡Estamos perdidos!

Ana hizo una mueca de fastidio. Mercus no estaba colaborando. Intentó razonar. Hizo memoria y recordó que, en la entrada del supermercado, debajo de una de las banderas, había un cartel que decía: “DESAFÍO DE VELOCIDAD. Traé tu autito y vení a probar nuestra exclusiva pista Scalextric.”

- ¡Mercus, escuchame! Tal vez no se trate de encontrar una salida, sino de saber adónde quiere ir el autito y acompañarlo.

Su amigo no comprendía. Entonces, ella empezó a contarle sobre el desafío y la pista hasta que Mercus la interrumpió:

- Pero las Scalextric son para autitos que funcionan con corriente eléctrica, no a pila.

Mercus sabía bastante del tema porque su papá llevaba años construyendo una gran pista en el taller de su casa. No la terminaba más…

- ¡Al autito amarillo eso no le importa! Debe estar desesperado por correr en una pista eléctrica, una común, en la pileta del baño… ¡Donde sea! -contestó ella.

En ese momento, los chicos escucharon a la distancia el rugir de muchos motores pequeños. No se ponían de acuerdo acerca de dónde venía el sonido ni qué pasillo tomar hasta que, como por arte de magia, apareció la abuela Tati.

- ¡Acá estabas, Ana! ¡Qué susto me diste! -dijo la abuela, un poco enojada y otro poco aliviada por haber encontrado a su nieta.

Ana corrió a abrazarla y le presentó a su amigo Mercus. “Qué nombre extraño”, pensó la abuela, pero no dijo nada.

Sin perder tiempo, y conteniendo las lágrimas porque le daba vergüenza llorar en público, Ana le contó con angustia la historia del autito que se había escapado en busca de la pista Scalextric y le confesó su temor de que equivocara el camino y terminara en el estacionamiento con los autos de verdad.

- ¡Yo sé que suena raro, abu, pero creeme! ¡Nos tenés que ayudar!

- ¿De qué color es el autito? -preguntó la abuela.

- Amarillo.

- ¿Y anda rápido?

- Sí.

- ¿Más que vos con el changuito?

- ¡Sí, abuela!

- ¿Y tiene luces blancas adelante y rojas atrás?

- ¡Sí! ¡Sí!

- ¿Y tiene un alerón que lo hace todavía más veloz y dice Racing Car?

- ¡Sí, abu! ¿Cómo sabés tanto?

- Porque, a veces, lo que buscamos lejos está más cerca de lo creemos -dijo Tati, y señaló los pies de Mercus.

Los chicos miraron en esa dirección y vieron al autito, que parecía estar esperándolos para ir juntos a la Scalextric.

- ¡Lo encontraste! ¡Lo encontraste! -gritó de felicidad Ana.

- ¡Qué grande la abuela Teto! ¡La abuela Teto es una genia! -exclamó Mercus.

- ¿Qué dijo? ¿Cómo me llamó este nene?

- Nada, abu. Después te explico -respondió Ana.

6. Rumbo a la pista

Con el autito a su lado, a Mercus se le ocurrió una gran idea, la más brillante de todas. Para hallar la pista, nada mejor que dejar que el autito los guiara, pero –como era muy veloz– lo más conveniente sería atarle un hilo a su alerón y seguirle el rastro.

Mercus tomó un ovillo que encontró en la góndola de los útiles escolares y se lo dio a la abuela de Ana, que hizo un buen nudo en el alerón del autito. Lo dejaron correr y siguieron el hilo. Así, llegaron a destino.

Una vez en la pista, los tres hicieron la fila hasta que tocó el turno de competir. Mercus y Ana pusieron el autito en la línea de largada e iniciaron la cuenta regresiva:

- 3, 2, 1… ¡Lerguerun!

La carrera comenzó. El autito amarillo tomó la delantera, aunque pronto entendió que no se trataba de ir siempre más rápido que sus oponentes porque en la primera curva salió volando y debió volver a empezar.

Un autito rojo y otro verde lo pasaron y ya no recuerdo quién ganó la primera carrera ni la segunda ni la tercera, pero sí que el amarillo fue aprendiendo cada vez más de sus competidores, que le enseñaron trucos y maniobras con el volante.

Así estuvieron toooda la tarde hasta que la abuela Tati se cansó de tanta diversión y pronunció las palabras más temidas:

- Anita, es hora de ir a casa.

Su nieta hizo como que no la escuchó y siguió alentando al autito junto con Mercus.

Tati insistió, esta vez con más decisión:

- ¡Ana, nos vamos! ¡Ya jugamos un montón! ¡No me hagas enojar!

Entonces se produjo un silencio. El autito amarillo frenó de golpe. Los chicos se miraron y, cuando Ana empezaba a poner carita triste, Mercus intervino:

- Lo lamento, abuela Teto, pero no se pueden ir.

- ¿Eh? ¿Por qué no nos podemos ir, Mercus?

- ¿¡Cómo “por qué”!? ¡Porque no hay salida! ¡Estamos todos perdidos en un superlaberinto! –dijo él con gesto pícaro.

Los chicos rieron y la abuela se contagió de su risa.

Los tres volvieron a hacer la fila. El autito estaba contento. Iba a correr una vuelta más.

Autor: Darío Nudler. Todos los derechos reservados.

Sobre el cuento

Autor: Darío Nudler
Ilustradora: Sofía Nudler
Narradora: Sol Canesa
Música: Paolo Menghini
Diseño: Ana Remersaro